La moda de la Selva Negra

11.2.13

Madreperla





Era de nácar, con aplicaciones de plata. Para protegerlo de cualquier embate, envolviamos el peine en un pañuelo de seda. Se trataba de los únicos objetos de valor que la bisabuela había traído al volver de Cuba. Lo sacábamos del cajón con respeto y lo liberábamos del suave velo. Así empezaba la ceremonia. Cuando los demás, en las tardes del estío dormían, mi hermana y yo desafiábamos el tornasol peinándonos, por el placer de ver los reflejos dorados, que se detenían en cada mechón. Yo envidiaba la cabellera de Martina. No porque fuera rubia, ni tampoco por su brillo, ni siquiera por la largura. Tenía muy poca traza para peinarse y siempre me pedía que le quitara los enredos. Los ayes del principio eran inevitables y sólo empezaba a regodearse, cuando las púas se adentraban con confianza y sin resistencia en la densa mata. Sentada en la solana, con la elegancia de una princesa de tiempos remotos, se soltaba el moño en el que aprisionaba sus cabellos cada mañana. Como efluvios, se dispersaban por el aire todas las criaturas que encontraban cada día refugio fugaz en la pelambrera. Las abejas, algunas avispas, tres gorriones, los elfos y las hadas. Pero lo más bello eran los miles de mariposas que, atolondradas, salían disparadas en todas las direcciones. Mi hermana, la muy tonta, ni se daba cuenta.


3 comentarios:

  1. Estupenda pieza de realismo mágico, Mei.

    Un abrazo.

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  2. Muy hermoso Mei. Desatada la imaginación Es como adentrarse en un libro de cuentos con todos esos personajes mágicos que se esconden entre sus paginas.

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Seguramente hay oro en tus palabras